ANA
MORENO SORIANO
Ha
ocurrido con bastante frecuencia en otros momentos pero, en los últimos años,
en distintas tertulias, en conservaciones privadas y en todo tipo de mensajes
en las redes sociales, la distancia o la desafección de la política es una
opción muy extendida en la ciudadanía e incluso quien la profesa parece que
adquiere cierta respetabilidad de la que carecen quienes se dedican a la cosa
pública. Creo que es bueno recordar que la política existió antes que la polis
como espacio físico, cuando se reunían en círculo las asambleas de guerreros
–en las que, por supuesto, todos eran hombres- y ponían en común y en el centro
los asuntos que consideraban importantes para la comunidad; ése es el origen de
la polis, como lugar, que después sería ciudad o ciudad-estado para los griegos,
y como debate, propuesta y resolución de los problemas, es decir, como
política.
Desde
entonces, y salvando todas las distancias, ha habido personas que han pensado
que lo importante eran sus problemas y sus intereses, personas ambiciosas y
mezquinas, hipócritas y mentirosas; pero cuántas otras, nobles, comprometidas e
incluso visionarias, han puesto en común y en el centro los problemas de la
comunidad y han ideado estrategias para lograr objetivos como el estado de
derecho, la jornada laboral, la educación obligatoria o la sanidad pública.
Todo esto, y tantas cosas más, se ha conseguido con organización y con lucha
política y muchas personas también han decidido, y siguen decidiendo, afiliarse
a un partido. Seguramente, no tendrán más tiempo que otras, ni serán menos
libres, ni tendrán conciencia de que están desfasadas: simplemente, habrán
encontrado un espacio para compartir unas ideas y una praxis y luchar por el
modelo de sociedad que quieren, una opción muy respetable en un país como el
nuestro donde el pluralismo político es uno de los valores superiores de su
ordenamiento jurídico, según el artículo primero de la Constitución.
Para
mí, formar parte de un partido político es, simplemente, la consecuencia de un
compromiso; por eso, me afilié al Partido Comunista de España hace muchos años,
una opción importante en mi vida, como otras que tomé por la misma época. Asumí
la historia del PCE, sus objetivos y su forma de organizarse, valoré sus aciertos
y sentí sus errores políticos; pero entendí, y sigo entendiendo, que las
miserias y las actitudes rechazables no tienen su causa en ser comunistas sino
en olvidar lo que eso significa. Muy al contrario, he visto tanta nobleza y
entrega en tantos comunistas y he aprendido tantas cosas en tantos años, que
tengo que agradecer a mi Partido el bagaje político, cultural y humano
adquirido en muchos debates, aunque fuera en reuniones de fin de semana a
trescientos kilómetros; en el Partido, y leyendo a los clásicos del marxismo,
he aprendido a aplicar la dialéctica como método de análisis y, sobre todo, a tratar
de buscar la respuesta a la pregunta clásica “Qué hacer”, que pasa siempre por
conocer la realidad, analizarla y actuar para modificarla. Muchos de los escritores
que admiro son parte de esta Organización: Miguel Hernández, María Teresa León,
Rafael Alberti, Armando López Salinas, Berltolt Brecht, Marcos Ana, Manuel
Vázquez Montalbán, Carlos Álvarez, Felipe Alcaraz y tantos otros, y todos ellos
han manifestado que el Partido Comunista es el lugar que eligieron para la
lucha y para la utopía. Pero, sin duda, uno de los que mejor lo ha expresado ha
sido el poeta chileno Pablo Neruda que le dedica un poema en el Canto General: en él dice que su Partido
le ha dado la fraternidad hacia el que no conoce, la fuerza de todos los que
viven, la patria como un nacimiento, la libertad que no tiene el solitario, la
rectitud que necesita el árbol… Y dice algo que, en estos momentos cobra un
sentido profético: “Me has hecho ver la claridad del mundo y la posibilidad de
la alegría. Me has hecho indestructible porque contigo no termino en mí mismo”.
Claridad, alegría, solidaridad, memoria y futuro: el Partido Comunista de Pablo
Neruda. Mi Partido.
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